Viaje literario por América Latina. Reseñas: Miguel Herráez en ‘Espéculo’


VIAJE INICIÁTICO AL CORAZÓN DEL BOOM LATINOAMERICANO
Miguel Herráez

Recensione apparsa su Espéculo, Reseñas, crítica y novedades, sito della Universidad Complutense di Madrid

El boom latinoamericano, esa es la cuestión. Ese es el referente de partida, junto con otros autores no propiamente pertenecientes a él, pero sí próximos por delante y por detrás. ¿Qué fue y qué representó el boom en el conjunto de la literatura en español e inclusive universal? ¿En qué medida la nominalización de unos narradores, cuya obra cristaliza a lo largo de los años sesenta, supuso la internacionalización de una novela y un cuento, hasta ese momento, semienterrados? Pero, sobre todo, ¿qué significó y hacia dónde derivaron esos escritores del boom?

Ahí, exactamente, da comienzo el trayecto de Francesco Varanini, una propuesta poliédrica que por su misma condición acepta varios enfoques y recrea múltiples aspectos paraliterarios de esta (falsa) generación. El eje del volumen como una aguja cruza a fondo los nombres de Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Felisberto Hernández, Julio Cortázar, Andrés Caicedo, Adalberto Ortiz, Jorge Edwards, José Lezama Lima y Alejo Carpentier, si bien hay menciones y asociaciones, entre otras, a Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, Severo Sarduy, Juan Carlos Onetti, Osvaldo Soriano, Ernesto Sábato o José Donoso. Y este antropólogo italiano, que ha vivido durante años en Ecuador y ha recorrido lentamente toda la franja americana de habla hispana y portuguesa, hace que el texto se abra envuelto en aires de polémica.

A casi cuarenta años de los inicios del boom, localizándolo a partir de 1963 y de la publicación de la novela de Vargas Llosa La ciudad y los perros -que el año anterior había obtenido el Premio Biblioteca Breve, de la editorial Seix Barral; editorial, como bien es sabido, que serviría de enlace firme a los sucesivos autores latinoamericanos-, sin duda hay ya una perspectiva más que suficiente como para poder calibrar el valor de su producción. Coincidamos o no con Varanini, para quien determinados autores imponen un cliché del que no prescinden a lo largo de los decenios siguientes e incurren en posturas desaforadas por mecanicistas, resulta inesquivable subrayar títulos de solidez inobjetable que nadie (excepto Varanini y algún aventurero) se atreven a discutir: Cien años de soledad, Rayuela, El siglo de las luces, Yo el Supremo o, ¿por qué no?, La fiesta del Chivo, por aproximarnos en el tiempo -dado que el volumen se interroga qué ha sido de aquellos escritores-, son novelas no digo que intocables, ni mucho menos, pero sí alusivas. Han dejado su huella y no es precisamente una huella coyuntural: la fuerza de una obra literaria se mide por la presión que sobre el mundo real ejerce su propia cosmovisión y no tanto por su perfecta puesta en escena. La concepción del mundo y la forma que la muestra. Estos cinco títulos son prodigiosos en ambos sentidos.

Esa es una de las cuotas que Varanini no perdona a García Márquez: el hecho de desvirtuar la visión sobre América Látina a través de un filtro que, a su juicio, mixtifica (lo cual implica también a Isabel Allende y a Luis Sepúlveda, por pura metonimia, y por considerarlos epígonos). Se podría, cuando menos, reflexionar acerca de este planteamiento, de ahí que Varanini intente un contrapeso con los nombres de Caicedo y Ortiz, representantes para el antropólogo italiano de una alternativa al canon “nobelmarquiano”, que, según este libro, se mantiene inalterable desde El otoño del patriarca. Pero, a mi entender, eso no es más que un gesto: con todos mis respetos por Andrés Caicedo y Adalberto Ortiz, Cien años de soledad y lo que va detrás es algo difícil de oscurecer con argumentos que pecan de un atrevimiento incontrolado, como el veneno que Varanini lanza sobre la apropiación del tema de Mutis que luego utilizara García Márquez para su novela El general en su laberinto. Es peculiar que Mutis no diga nada y, sin embargo, Varanini se alce como abogado del diablo del creador de Maqroll.

Otro de los nudos del libro es el binomio Carpentier y Lezama Lima. “Carpentier es el burgués de clase alta que elige ser un , escritor severo consigo mismo y prolífico que proyecta fríamente sus novelas. Lezama es la piedra sin desbancar, el genio autodidacta, el poeta en vena incontenible” (p. 16). No me parece un criterio, más bien lo interpreto como una cuestión de gustos, en donde no entro. Carpentier es un escritor riguroso y no me sirve ese apelativo de “intelectual orgánico” si no va acompañado de un planteamiento analítico de su obra. Pero, además, me pregunto, ¿por qué esa permisividad del barroco surreal, de otro lado tan admirable, para con el narrador de Paradiso? ¿Por qué se le acepta el puzzle colorista de Lezama, siendo tan tergiversador de la realidad como lo podría ser García Márquez, y a éste se le reprocha?

Lo cierto es que nos encontramos ante un ensayo, que a veces se lee como un relato iniciático, de miras no estrictamente filológicas, aunque también, y tan curioso e interesante como provocador. Quizá, como sugiero, este último calificativo, en especial en lo concerniente a la obra de García Márquez, sobre quien los juicios de Varanini se afilan y llegan a rozar casi patológicamente lo personal, sea lo que le reste la valía que alcanzaría sin ese amarillismo innecesario. Por lo demás, reúne los requisitos de investigación (en cuanto a interpolaciones con otros discursos: encomiable la aproximación al tango y a Carlos Gardel), originalidad (destaquemos el acercamiento a Cortázar, homenajeado desde la estructura dislocada y asistemática de Rayuela), conocimiento de causa (es rica y densa la pormenorizada lectura que ofrece de los narradores enjuiciados) o documentación (más de cien páginas de bibliografía reseñada, no gratuita, y casi setecientas notas a pie de escrito).

Subrayaría, no obstante, lo paradójico del asunto: por debajo de esa cascada de improperios a García Márquez o a Carpentier (salva a Cortázar, a Edwards, a Fernández; demoniza, además de los ya mencionados, a Pablo Neruda) se trasluce una admiración primigenia por ellos más que evidente. Digamos que viene a ser el vocerío freudiano del hijo emancipante. De alguien que reprocha actitudes, si bien reconoce valías literarias.