‘Nunca ahorrarse un adjetivo’. O ‘El escritor exótico que se necesita’. Un articolo pubblicato sulla rivista messicana ‘Tempestad’ nel 2007


Ritrovo nel 2024 nel mio archivio digitale questo articolo e lo ripubblico qui così come è, magari con qualche errore dovuto al mio spagnolo di straniero, e comunque a monte della revisione redazionale che sicuramente avranno fatto i giornalisti della rivista. Ricordo che mi scrissero che intendevano pubblicare una rassegna sulla ‘Letteratura del Boom’, e non trovavano nessuno che potesse o volesse scrivere un articolo non genuflesso a proposito di Gabriel García Márquez. Si rivolsero quindi a quell’italiano che aveva avuto l’ardire…

Ricordo anche che più o meno in quegli anni venne a casa mia, a Milano, accompagnato da un amico traduttore, un noto scrittore colombiano.  Pensavo che mi avrebbe detto più o meno quello che mi avevano detto  in tanti: perché critichi García Márquez? Per diventare famoso? Per partito preso? Invece mi disse: grazie per quello che hai scritto. In molti condividiamo il giudizio. Ma noi non lo possiamo dire. Troppi interessi in gioco. Chi critica García Márquez non riceve borse di studio, rischia di avere problemi con le case editrici, ecc.

Niente di nuovo, comunque, in questo articolo, rispetto a quanto avevo scritto nel Viaggio Letterario, Viaje Literario.

Avevo messo come titolo El escritor exótico que se necesita. Giustamente i redattori di Tempestad hanno cambiato titolo: Nunca ahorrarse un adjetivo.

El escritor exótico que se necesita

Cartagena de Indias, martes 27 de marzo de 2007: el IV Congreso Internacional de la Lengua Española se abre con un solemne homenaje. Gabriel García Márquez acaba de cumplir ochenta años, y además celebra sesenta años de la aparición de su primer cuento, cuarenta de su obra cumbre, y veinte y cinco del Premio Nobel de Literatura.

Víctor García de la Concha, director de la Real Academia Española, le entrega el primer ejemplar de la edición conmemorativa -un millón de ejemplares- de Cien años de soledad. Le ovacionan en pie doscientos académicos y escritores, entre ellos el mexicano Carlos Fuentes, el argentino Tomás Eloy Martínez, el español Antonio Muñoz Molina, director del Instituto Cervantes. No sólo. Allí rindiendo honor están el presidente de Panamá, Martín Torrijos; el ex presidente de Estados Unidos Bill Clinton; el presidente de Colombia, Álvaro Uribe; los Reyes de España, Juan Carlos y Sofía.

Relata el periodista: un silencio sepulcral se apoderó de la sala cuando, después de muchas intervenciones, Gabriel García Márquez -que renunció al tradicional liquiliqui en favor de un inmaculado terno blanco, blancos también los zapatos- se dirigió a la asamblea. Con su dulce acento caribeño alude al millón de copia hablando de “tirada descomunal”, afirma que su misión es hacerle “más feliz la vida a un lector inexistente” y confiesa que “ni en el más delirante de mis sueños en los días en que escribía Cien años de soledad llegué a imaginar que podría asistir a este acto”.

Descomunal, inexistente, delirante. Gabo, se sabe, nunca se ahorró un adjetivo. Pero hay que tomarlo en serio, porque el Rey, poco antes, habló de misma manera. No sólo calificó Gabo de figura insigne, sino que encuentra la manera de mencionar, al puro estilo de Gabo, la acción arrasadora del tiempo (que “se encarnó en Macondo, situado en una realidad, que es sueño”).

Mito vivo ante el cual se arrodillan escritores, artistas, jefes de estado, reyes, y toda suerte de caudillos, quizás a Gabo le falte sólo el Papa alemán. Que podría tal vez, por cierto con gran éxito en la primera plana de cualquier periódico, perdonarle públicamente el contubernio con sus putas tristes.

¿Cómo es posible que cada vez en ocasión del lanzamiento de cada nuevo libro, sea Del amor y otros demonios, Vivir para contarla, o Memoria de mis putas tristes, un crítico respetable, Miguel García-Posada, escriba más o menos las misma palabras? “Ha vuelto a ofrecer otra expresión memorable de sus excepcionales dotes de fabulador”, “suprema objetividad del gran escritor”, “potencia”,“visible voluntad de sobriedad” “lirismo delicado, entrañable”, “el estilo del autor llamea esplendoroso, signado como siempre por una poetica radical”. ¿Cómo escribir en serio semejantes alabanzas?

¿Es de veras Gabo “el mayor icono mundial de nuestra lengua”, según dice Muñoz Molina? ¿Es un maestro absoluto? ¿Cómo ocurre que el estilo del autor y el estilo

Y porque el esilo de Gabo, que propongo llamar ‘nobelmarquiano’, non suena tan familiar?

Porque nadie como él ofrece mercancía literaria de cómoda venta. Nadie cómo él ofrece lugares donde huir, novelas que se parecen viajes organizados. Y nadie cómo él depara, al mismo tiempo, evasión política. Sólo en sus páginas se encuentra así bien ilustrada esa falsa Hispanoamérica, habitada de buenos salvajes y buenos revolucionarios, que tanto lee gusta al lector europeo.

El 12 de febrero de 1982 acude a recibir el Premio Nobel, ese premio que apenas un año antes había ridiculizado, al llamarlo “laurel senil”. Ahora acepta el galardón, quede claro, en nombre del pueblo latinoamericano oprimido por el imperialismo. Cree así haber manifestado así su libertad, pero sin darse cuenta está representando justamente el papel que se le solicitaba: el papel de uno que golpetea el teclado de la máquina de escribir ante una ventana por la que entra sin pedir permiso todo el mar Caribe.

Exponente típico de una época, gusta a todos porque no molesta a nadie. Es el escritor exótico que se necesita, el Maradona de la literatura, hombre débil, excesivo, contradictorio.

Por esto creo que reyes e jefes de estado y caudillos y empleados y secretaria leen las obras de Gabo: nada difícil, nada pesado, y al mismo tiempo la satisfacción de leer un “maestro absoluto”, un “icono de la literatura universal”. Por esto creo ilustres críticos reseñan con buena disposición cada su libro: escribiendo sin demasiada fatiga -tampoco hace falta leer: Gabo se repite- descomunales alabanzas, ganan puntos frente al establishment editorial. Y mientras tanto, por si a caso, pueden reír a las espaldas de este hombre cuya ingenua arrogancia confirma su inferioridad.

Y para todos la satisfacción de una manera de escribir tan asequible, tan buenamente remedable: para quienquiera el sueño puede realizarse: con Gabo, no sólo viajar lejos de las diarias angustias, sino también escribir como un Premio Nobel.

Es así que para hablar con sosegada atención de la obra de este autor, para rendirle lo que merece -que, a pesar todo lo dicho, es mucho-, tenemos que alejarnos del estruendo de bombos y platillos y campanadas.

Por esto les invito a imaginarse en un día futuro. Dos siglos más allá, nadie recordará la despreciable fama que nos impide hoy día ver al verdadero García Márquez.

En ese entonces quedará claro que él fue, esencialmente, el autor de dos, y sólo dos, obras. Cien años de soledad y El otoño del Patriarca. Y quedará patente que su gran mérito se puede resumir en esto: en ser el heredero de los juglares. No por azar recuerda con orgullo haber aprendido el gusto por la narración escuchando los fabulosos relatos de su abuela.

Su palabra, antes que escrita es, sencillamente, transcrita: es palabra que mantiene el calor de la voz que relata. Frente a la narración propagada de boca en boca -niños con rabos de puerco, aventuras de marinos, crónicas de guerras civiles- García Márquez, como todo juglar, bardo, storyteller, payador, narrador itinerante, relabra material tradicional preexistente, transmitido oralmente. Así también en el Otoño del Patriarca, novela de la que, come el mismo autor notó, “sólo un taxista del Barranquilla puede entender los matices”.

Esta es la fuerza de una figura autor que podríamos llamar débil: no tiene la pretensión de inventar, no se ufana de ser original. No va en busca de lo novedoso y lo extraño: simple y llanamente cuenta con soltura y placer historias que bien conoce.

Pero las vueltas de la historia son de una ironía perversa. Y ocurrió que en esos años, alrededor del Sesentayocho, se buscara en Europa una alternativa al sombrío socialismo soviético. Non pareció encontrarla en una América Latina que tal vez no existía, una olla podrida que mezclaba, en nuestro superficial entendimiento, cielos tropicales y focos guerrilleros, liberación sexual y compromiso. Entonces cayó en nuestras manos Cien años de soledad, y nos pareció la novela. De aquí el éxito arrollador de la novela. Un éxito europeo, que se sobrepuso al éxito hispanoamericano y lo transformó: al cabo de uno años a los motivos originarios de la acogida se substituyó la evaluación de los críticos del Viejo Mundo: la obra es buena porque ellos así nos dicen.

Entonces, bajo la presión de la industria editorial, que insistentemente pedía nuevas obras al estilo nobelmarquiano, Gabriel García Márquez -alentado por su agente, la virago barcelonesa Carmen Balcells- vendió su alma y se volvió Gabo, escritor de exportación. A mediados de los ochenta, pasada en Europa la borrachera revolucionaria, dió a luz la obra perfecta, ajustada a la temporada. El amor al tiempo del cólera: no más sueños de amor y revolución, sino, a secas, sueños de amor.

Obra muy construida, pensada como guiño al mercado, pero todavía buena obra, lograda.

Después, caída libre. Sin más aliento, Gabo, extremo ejemplo de imitador de sí mismo, lejano pariente del autore de Cien años de soledad, se vuelve el fantoche que hoy el mundo obsequia, y que nadie mañana acordará.

BOX

Cuatro reglas para escribir al estilo nobelmarquiano

Regla n. 1, o La estética del toque de más

Sean redundantes, busquen la voluta ornamental, la zalamería. El énfasis es el esqueleto de la frase, la adjetivación está situada en el centro de la atención.

“Ceremonial untuoso”, “conversación desperdigada”, “coche desvencijado”, “aristocracia regresiva”, “indios taciturnos”, “cabalgata alegre”, “callecitas embarradas”, “calor mortal”, “cañaverales vastos”, “sendero perfumado”, “sabana espléndida”, “sauces desconsolados”. Los amigos son “selectos”, la “amistad grande y vieja”. Las noches pueden ser “tenebrosas”, “desmandadas”, “libertinas”, “babilónicas”, “sigilosas y frescas”, “interminables”.

Poco importa si el adjetivo es es gratuito o banal: el efecto, por lo menos el sonoro, está igualmente asegurado.

Regla n. 2, o Del machismo estilístico

Se expresen por medio de afirmaciones decididas y absolutas. Oprimir, aplastar, confundir, perturbar al lector: este ha de ser la finalidad de la escritura.

Cartagena de las Indias cuyas murallas son, naturalmente, “invencibles”– es “muy noble y heroica ciudad, mil vece cantada como una de las más bella s del mundo”.

Las instrucciones son “terminantes”, el abrazo “enorme”, los regalos “abrumadores”, el esfuerzo “temerario”, el desprecio “imperial”, las noches de amor “incontables”.

Bíblicos” son los improperios y las cóleras, que también son “homéricas”. El varonil héroe es “incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal”, es “incansable”, “colosal y milimétrico”, “arduo y tenaz”. Su visión es “totalizadora”, su curiosidad “infinita”, su pasión “encarnizada”. Se hable del Coronel Buendía, del Patriarca, de Bolívar, de Fidel o Chavez, da lo mismo.

Regla n. 3. o La coartada del paisaje

Escriban siempre lo que se espera de ustedes, así evitarán al lector la fatiga de lo nuevo. Y puesto que la cita ha de aparecer evidente incluso para el lector distraído, no teman insistir.

Por si acaso usaron una vez un adjetivo, no vayan en busca de uno nuevo. Puede ser “entrañable” el lamento así como el amigo. Puede ser “sorprendente” la impresión como un rugido. Son “radiantes” las voces de los esclavos; es “radiante” el cráneo a causa de la calvicie total y también el sol; es “inmensa y radiante” la noche.

Si por acaso escribieron una vez de lluvias y aguacero, sigan así. Continúen hablando de “nubes negras” que “descienden de la cordillera” y “se plantan sobre la ciudad”, y se “desventran en un diluvio instantáneo”. Sigan escribiendo de “tormentas de agua y de truenos” que “dejan la ciudad en situación de naufragio”. Cuenten de “aguaceros prematuros de una violencia arrasadora”, “aguaceros sísmicos”, línea después de línea agigantando: “aguacero de vientos cruzados que arrancó árboles de raíz, desmanteló medio pueblo, desbarató el corral de la casa y se llevó a los animales ahogados”.

Regla n. 4, o El refuerzo de lo que ya se ha dicho

Cuando no sepan qué decir, ni come decirlo, condimenten sus frases con expresiones estrafalarias. Si carecen de significado, no importa: en mágico mundo nobelmarquiano la realidad rebasa el sueño, así que cualquiera grosería puede mostrarse como refinada.

Y entonces las rosas pueden ser “ineluctables”, las praderas “azules”, las ventosidades “pedregosas y fétidas”, pero también “fragrantes”. Las tardes, “de topacio”, los documentos “analgésicos”, los niños “decrépitos”. El aire puede “hervir a borbotones”.

Pueden pasar “por debajo de los champanes peces inmensos extraviados entre las estrellas del fondo”. Pueden torturarnos “ráfagas de zancudos”, “ráfagas de podredumbre”, “ráfagas de sueño”, “ráfagas de demencia”.